«Antes de entrar en el automóvil miró por encima del hombro para estar
segura de que nadie la acechaba. Eran las siete y cinco de la noche en
Bogotá. Había oscurecido una hora antes, el Parque Nacional estaba mal
iluminado y los árboles sin hojas tenían un perfil fantasmal contra el
cielo turbio y triste, pero no había a la vista nada que temer. Maruja
se sentó detrás del chofer, a pesar de su rango, porque siempre le
pareció el puesto más cómodo. Beatriz subió por la otra puerta y se
sentó a su derecha. Tenían casi una hora de retraso en la rutina diaria,
y ambas se veían cansadas después de una tarde soporífera con tres
reuniones ejecutivas. Sobre todo Maruja, que la noche anterior había
tenido fiesta en su casa y no pudo dormir más de tres horas. Estiró las
piernas entumecidas, cerró los ojos con la cabeza apoyada en el
espaldar, y dio la orden de rutina: -A la casa, por favor.»