El padre Ángel se incorporó con un esfuerzo solemne. Se frotó los
párpados con los huesos de las manos, apartó el mosquitero de punto y
permaneció sentado en la estera pelada, pensativo un instante, el tiempo
indispensable para darse cuenta de que estaba vivo, y para recordar la
fecha y su correspondencia en el santoral. «Martes, 4 de octubre»,
pensó; y dijo en voz baja: «San Francisco de Asís»."
Al pueblo ha llegado «la mala hora» de los campesinos, la hora de la
desgracia. La comarca ha sido «pacificada» después de tanta guerra
civil. Han ganado los conservadores, que se dedican a perseguir cruel y
pertinazmente a sus adversarios liberales. Al alba de una mañana,
mientras el padre Ángel se dispone a celebrar la misa, suena un disparo
en el pueblo. Un comerciante de ganado, advertido de la infidelidad de
su mujer por un pasquín pegado a la puerta de su casa, acaba de matar al
presunto amante de ésta. Es uno más de los pasquines anónimos clavados
en las puertas de las casas, que no son panfletos políticos, sino
simples denuncias sobre la vida privada de los ciudadanos. Pero no
revelan nada que no se supiera de antemano: son los viejos rumores que
ahora se han hecho públicos, y a partir de ellos estalla la violencia
subyacente a la luz tórrida, espesa, cansada y pegajosa, en una serie de
escenas encadenadas de inolvidable belleza.