La escritura poética de Coral Bracho transcurre como la vida misma, teje el hilo del tiempo y ahí mismo, al suceder, se consume. Se hace, se deshace y se rehace como un ciclo natural: por eso su tiempo es también el tempo de un respirar consciente de su milagro vital, de su hilación entre fragmentaciones.
Ese espacio, ese jardín es el escenario donde juegan un entrañable papel personajes como la zorra, el jaguar, el ubicuo bufón, niños chorreando plenitud y un interlocutor al que se dirige la voz poética con amorosa entrega. Es el espacio emotivo de la infancia, que ilumina e incesantemente reentabla un espacio vital. Pero sobre todo es el lugar del portento natural, descrito talentosamente, surcado siempre por finos rayos de luz, brillos y reflejos que lo revisten, de manera simultánea, de una afilada nitidez y de una igualmente afilada certeza de la fugacidad. Pues en ese espacio, en ese jardín, la vida está sustentada en la raigambre de la muerte. El vacío donde nada ni nadie despierta es la entidad en la que el tiempo se sostiene y adquiere volumen: se yergue, es una hoja de hierba cuyo nombre es la vida. Bracho ha consagrado sus dones al asedio de esa paradoja. El resultado es el largo poema que el lector tiene en sus manos, el reposado testimonio de una inteligencia poética a la que le fue dado ver, por un instante, el poder generador de lo que no es.
La irrepetible personalidad lírica de Coral Bracho nos ofrece, con esta entrega, una muestra más de su poder para crear escenarios de intensa y delicada belleza. Ese espacio, ese jardín es la puntual maduración de una de las trayectorias poéticas más brillantes de la poesía contemporánea en México.