Simone Weil abandona París, declarada ciudad abierta, en junio de 1940. Acompaña a sus padres en un éxodo incierto que, en septiembre, los conduce hasta Marsella, obligada estación de paso para quienes se ven en la necesidad de abandonar la Europa en guerra. Se relaciona ahí con grupos de resistentes y abriga la idea de escapar a Londres para continuar la lucha. Pero la salida, finalmente con destino a Nueva York y siempre con sus padres, no se producirá hasta mayo de 1942. Durante ese tiempo de espera forzada, Marsella y su entorno se convierten, sin embargo, en una especie de patria de acogida, en un lugar propicio para experiencias y encuentros.
Marsella es una de las etapas más ricas de la escritura de Simone Weil, la que trae la maduración de su pensamiento en la luz del Mediterráneo. Tiempo de amistad, como reflejan las cartas aquí reunidas a Déodat Roché, Antonio Atarés, Gustave Thibon, Joë Bousquet y Jean Wahl, interlocutores y a veces confidentes, como también lo fue el padre Perrin. Tiempo de trabajo filosófico, en el venero de sus Cuadernos, como testimonian los textos aquí reunidos sobre la noción de lectura, el método de la filosofía o la noción de valor. Tiempo entre cuyos frutos más granados sobresalen los dos ensayos sobre el país de Oc y la cruzada albigense, «La agonía de una civilización vista a través de un poema épico» y «¿En qué consiste la civilización occitana?», de belleza y maestría solo comparables a las de su texto sobre la Ilíada.