Somos un pueblo que usa los labios como dedo índice, para señalar donde están las cosas. Nos inventamos una guerra y muchas paces, somos apasionados en el amor y en el odio. Somos personas solidarias, alegres, divertidas y simpáticas. Somos creativos, a tal punto que nos inventamos mitos y vivimos en ellos. Pero eso no niega la exclusión que llevamos en las venas y que debemos admitir para poder enfrentarla. Sí, tal y como suena: admitir eso negativo que somos.
Y no hablo de «los países de Colombia», como diría el poeta, pensando en el verde de todos los colores, sino que pienso en esa Colombia urbana que se opone a la rural, en vez de complementarla. Hablo de esa Colombia «blanca» que mira a Europa y que olvida el país de las negritudes y los indígenas. Este país que dice «negro» como insulto, «indio» como grosería o esa Colombia heterosexual que descalifica.
Esas otras Colombias son las que aparecen aquí: la del campesinado, la de las calles y sus habitantes, la de las negritudes, la de las diferentes opciones sexuales y la de las personas indígenas. La mayoría de ellos ausentes de poder, pero unidos en ser parte de las clases sociales más pobres. No sé si en un mundo lleno de fronteras y de policías en las fronteras, ser ciudadano del mundo es posible, pero por lo menos es una bella utopía.
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