Amamos desconectarnos del mundo durante los ciento veinte minutos que dura la proyección. Amamos ser testigos de historias que solo ocurren para que nosotros las veamos y que, para llegar a nuestros ojos, tuvieron que pasar por muchas manos. Amamos quedarnos viendo hasta la última línea de los créditos porque ese es el límite entre la realidad y ese mundo que solo el cine es capaz de crear. Amaríamos que la vida fuera como el cine, pero podemos conformarnos con que el cine sea como la vida.