En su obra de teatro Fiorenza (montada en nuestro país en 1993 por Juan José Gurrola), Thomas Mann teje de manera gradual un dramático enfrentamiento entre el Prior de San Marcos, Jerónimo Savonarola y Lorenzo de Médici, el Magnífico.
Alrededor de ellos gravita una corte de artistas y pensadores como Pico de la Mirandola y Marsilio Ficino, así como el cardenal Juan, hijo de Lorenzo y futuro Papa León X. El tema de trasfondo es la lucha entre virtud (representada por Savonarola y su creciente popularidad en la Florencia renacentista del siglo XV, con sus arengas contra la corrupción y podredumbre de una ciudad entregada al placer) y belleza (encarnada en Lorenzo y su obsesión por el arte). En medio de la lucha se encuentra la hermosa Fiore, amante de Lorenzo y blanco de ataques de Savonarola, como alegoría de la belleza y de la decadencia de la propia ciudad.
En el diálogo entre los antagonistas, Lorenzo pregunta: «¿Debemos ver el mundo dividido en dos mitades hostiles? Usted dice que el espíritu y la belleza se oponen». A lo que Savonarola responde: «Son opuestos, sostengo la verdad que he padecido. ¿Quiere usted una prueba que le demuestre que estos dos mundos son irreconciliables y eternamente extraños uno al otro? El deseo. ¿Lo conoce? Donde se abren abismos, los une con su arco iris, y donde existe abre abismos».
Mann plasmó a la perfección los resortes del poder, ya sea que se sustente en categorías terrenales o espirituales, ya sea que glorifique el placer de los sentidos o la elevada renuncia que pretende purificar el alma. Al final, Savonarola y Lorenzo se revelan como dobles opuestos, y el triunfo temporal del primero mostraría con los años su carácter efímero. Fiore insta al Prior de San Marcos a abandonar el poder y comportarse como un verdadero monje, a quien Mann hace responder con una magistral frase que bien podría sintetizar la voluntad que mueve a los poderosos: «Amo el fuego».