El grafópata es una colección de ensayos sobre literatura, música y cine. Además de bien pensados, estos textos eruditos sortean rigurosamente la pedantería: Gonzalo Lizardo sabe aprovechar lo que ha aprendido en sus lecturas (y sobre todo en sus relecturas) de Bacon, Joyce, López Velarde, Borges, Elizondo; en la escucha atenta de temas que van desde Cri Cri hasta Brian Eno y Arvo Pärt, pasando por Johanna Beyer; en las salas de cine y después frente a la televisión, reproduciendo sus películas bienamadas de Buñuel y de Tarkovski. En cada texto esperan iluminaciones que no se proponen tanto convencer a sus lectores como mostrarles otra manera singular de regresar a estas piezas, libros, filmes.
Pero lo que hace tan entrañable este volumen es la forma en que El grafópata atiende la lección del padre fundador del género. Lizardo permite que su archivo cultural, ese lejos que más o menos compartimos todos, deje entrar la cercanía de lo vivido. Poco a poco van apareciendo aquí sus amigos, sus hijas, su esposa. Como en el texto de Montaigne, los más amados están muertos pero vuelven desde su no estar y muestran que sus palabras y sus gestos son parte indeleble de quien conversa con nosotros.
Eso pasa por ejemplo en las páginas justas y hermosas que le dedica a su maestro, el heterodoxo David Ojeda. También en las que aparece Matías Ximenes, un amigo tan raro que parece uno de los personajes de los libros de ficción de Lizardo o el interlocutor escindido de Borges y yo: un heterónimo que vive una existencia que alguna vez se le presentó al autor y decidió no elegir.
Es agradecible y muy agradable que este libro suceda en el tiempo, que sus confesiones tracen un discreto arco narrativo. Lizardo hace aparecer sus casas, sugiere las dimensiones de su biblioteca, esboza su vida familiar, las ciudades en las que ha residido. Al final lo más importante es que estas páginas acaban por regalarnos un amigo nuevo.