Papá acostumbraba llevarme en sus viajes. Recuerdo la impaciencia, el cosquilleo de la noche anterior, mamá alistando la ropa, su cara enrojecida de soplar la plancha, el chisporroteo del carbón como el inicio de una fiesta que nadie festejaba. Quería dormir porque, al abrir los ojos un instante después, papá daba los últimos toques al bigote con unas tijeras de muñeca, y eran las cuatro de la mañana. Me vestía con la ropa de los domingos, me lavaba la cara casi a la manera de los gatos y me peinaba con los dedos.
En cualquier momento oíamos la corneta del bus que nos llevaría a Pamplona. Un hombre fornido, casi un enano, cargaba los costales de herradura amontonados junto a la puerta. Con un esfuerzo violento lanzaba el bulto al hombro, salía a la calle, subía la escalera del bus y lo acomodaba en la parrilla, entre bultos de yuca y plátano, piñas y naranjas, a veces una cesta erizada de crestas de pollo o una cabra amarrada. Papá me encargaba el maletín con el cuchillo y la linterna. Nunca salía de casa sin cuchillo. Iba hasta la cama a decirle adiós a mamá, recibía su bendición y partíamos. En el bus, tres o cuatro personas y papá se saludaban sin darse la mano; recogeríamos a otras cuantas en sus casas antes de salir de Málaga, todavía de noche.
Casi nunca veía el amanecer. Me quedaba dormido contra mi padre hasta que nos deteníamos a desayunar en el restaurante de Zoila, junto a un río de piedras grandes y blancas, en Cerrito. El agua era toda espuma. Orinaba desde el puente.