Las circunstancias vitales llevaron a Ambrose Bierce a adquirir muy joven el defecto ocular del cínico. A los veintiséis, empezó a dirigir en San Francisco el semanario News-Letter, donde firmaba como Town Crier (Pregonero) una columna donde con agudeza, lenguaje preciso y total desinhibición se ensañaba con los hipócritas y los canallas de la política local. En esa columna, nada menos que diez años antes de empezar a publicar (en otro semanario) las definiciones que más tarde conformarían el Diccionario del Diablo, escribe: «No usaré una sola expresión blasfema -fuera del deporte- si no me he enfadado por algo».
Este diccionario, construido a lo largo de más de treinta años, lleva hasta el extremo la misma filosofía cínico-humorística que ya empezó a profesar de joven. Catálogo implacable de fallas morales que corroen a los seres humanos, por sus páginas desfilan ejemplos diversos de inmoralidad, egomanía, hipocresía, avaricia, estupidez, falsedad, intolerancia, lascivia, gula, pereza, cobardía, envidia, orgullo, egoísmo.