Un hombre solo se sienta en la terraza de un bistró parisino del barrio de Montparnasse. Presa de un leve trance provocado por el alcohol, empieza a soliloquiar en silencio. En su monólogo interior fluyen recuerdos vividos o librescos, observaciones cáusticas sobre las nimiedades que acontecen en la terraza, así como un sinfín de agudas elucubraciones poético-filosóficas que, llenas de momentos de gracia, destilan un finísimo humor en consonancia con la hermosa ligereza de su empresa: tomar el aperitivo. Alcanzando el cénit íntimo de la paradójica lucidez que procura el alcohol, nuestro soñador recrea esos minutos profundos en que la ebriedad crea la ilusión de bailar en perfecta armonía con el mundo que nos rodea, sobre la cuerda tensa de la divagación.