El protagonista y narrador es un adolescente que vive en una ciudad del norte de México, trabaja en un taller de reparaciones y tiene sus primeros escarceos con distintas muchachas, algunas amistades masculinamente silenciosas, deseos de ser músico. Vive con su madre, ve a veces a su padre (modelo de fracaso sentimental), va a fiestas, visita una cantina, se enamora de una joven que no le hace mucho caso. La violencia es algo de lo que se habla a veces, algo que les ocurre o les ha ocurrido a otras personas, a veces cercanas; es un rumor de fondo o una atmósfera cargada
hasta que en una fiesta la violencia alcanza al protagonista y lo envuelve, en escenas de acción extraordinarias.
En el ambiente de calor y machismo y fiestas y cheleo constante y coches y armas, con su trasfondo sutil de narcos, esta notable primera novela de su autor no cae en ninguno de los lugares comunes de la narrativa norteña y del narco; se concentra en las cuitas de su joven Werther y su relación con el desempleo y los anhelos incumplidos, con la separación, la soledad y los secretos de los padres, con la opacidad del mundo, del pasado y de quienes lo rodean, con la inacción que aturde y entristece, y logra un personaje redondo e inolvidable. Si bien aquí no hay balaceras ni ejecuciones, el contexto de la violencia en que se halla sumergida la ciudad llega en algún momento a tocar la vida de los personajes de modo directo y la transforma para siempre.
Novela de aprendizaje o de educación sentimental, Los ríos errantes llama la atención por la fuerza de su lenguaje, poético, rico, reposado, que nos habla de un narrador en pleno dominio de su estilo.