Terminan los míticos años sesenta. Un mexicano de cabellera muy larga llega de Londres a Barcelona, la única ciudad moderna de la España de Franco, dictador que a veces parece decrépito, pero otras más, eterno. En Barcelona el joven conoce a personajes de la fauna local, pero ante todo regresa a su idioma y descubre a María. Hay quien cree que él es Cristo redivivo. Hay quien lo cree un demonio. Desde el principio, la policía se ocupa de seguirlo desde las sombras, a toda hora y en todas partes.
Él tiene un itinerario en mente: visitar lugares de la poesía de Antonio Machado, ciertas ciudades de Castilla y Andalucía, para desembocar en Marruecos como cordial saludo a Valle-Inclán y su pipa de kif. Pero la gente lo hostiga en las calles y los bares y al cabo la policía lo detendrá y la justicia lo retendrá en una pequeña prisión, tras los muros medievales de Burgos.
Allí vivirá con criminales que uno diría salidos del Lazarillo y La Celestina, pero que poco a poco irán cobrando hondura. Los hay cobardes y temerarios, expansivos y escurridizos, lúcidos que traman y locos que gritan. Pero a todos los toca la gracia de la humanidad. Y en todos está inscrito el cruel oscurantismo de la España fascista.
Esta cárcel es absurda y despótica, pero es posible apreciar los dones más modestos del día a día: el sol cayendo sobre los rostros y la nieve, la competencia atlética, las partidas de damas, las charlas sobre sexo, fumar un tabaco algo menos malo o quitarse el frío azucarando un vino peleón. Y convivir con los nuevos amigos: los presos políticos, idealistas, y el asaltante de bancos, cínico.