En el centro de este libro hay un sueño cuya acción se desarrolla en un inmenso burdel que es a la vez un museo. Es el único sueño que Baudelaire ha contado. Entrar en él es sencillo, pero solo se sale a través de una red de historias, relaciones y resonancias que envuelven no solamente al soñador sino a aquello que lo rodeaba. Allí destacan dos pintores acerca de los cuales Baudelaire escribió con impactante agudeza: Ingres y Delacroix; y otros dos que solo a través de él se desvelan: Degas y Manet. Según Sainte-Beuve, maligno e iluminado, Baudelaire se había construido «un quiosco peculiar, muy decorado, muy atormentado, pero coqueto y misterioso», al que llamó la Folie Baudelaire («Folie» era el nombre característico del siglo XVIII para ciertos pabellones dedicados al ocio y el placer), situándolo en «la punta extrema de la Kamchatka romántica». Pero en ese lugar desolado y seductor, en una tierra considerada una de las más inhabitables, no faltarían los visitantes. Hasta los más opuestos, como Rimbaud y Proust. Incluso se convertiría en la encrucijada ineludible para aquello que apareció desde entonces bajo el nombre de literatura. Aquí se cuenta la historia, discontinua y fragmentaria, de cómo se formó la Folie Baudelaire y de cómo otros se aventuraron a explorar esa región. Una historia hecha de historias que tienden a cruzarse hasta que el lector descubre que, durante varias décadas, la Folie Baudelaire ha sido sobre todo la ciudad de París