John Perkins relata el largo y lento descenso a los infiernos de una pareja estadounidense. Él, que da título al libro, huye lo más que puede de su casa que se ha vuelto una tumba inhabitable. Ella, Paddy, se idiotiza asistiendo a las carreras de autos y bebiendo coca-cola, cuyas botellas vacías se acumulan y ensucian el piso de la casa en ruinas. Hay poco diálogo en este bellísimo texto de escritura exacta, incluso clásica si todavía se permite este término. El lenguaje es hermoso y soberano en John Perkins. Esta ausencia de diálogo en el relato, o en todo caso su extrema rareza, refleja la ausencia radical de comunicación, de intercambios en el seno de la pareja. Nos encontramos ante una narración que explora los entresijos de la conciencia de los personajes. La fuerza de esta historia consiste en llevarnos de una conciencia a otra. La secuencia es sutil, delicada, virtuosa. Paradójicamente, la violencia es omnipresente y las imágenes violentas y paroxísticas se imponen al lector rompiendo la linealidad. Las disputas recurrentes entre John y Paddy se cuentan en pocas palabras. No hay diálogo entre ambos. Además, ya no pueden hablar entre ellos, ya no se soportan. John deambula, huye de una casa hecha jirones, una casa devastada donde los muebles destrozados, donde el polvo que se infiltra, pegajoso, repugnante, dan testimonio de la desintegración de la pareja. Paddy, por su parte, opone a la cólera de su marido una suavidad inalterable teñida de tristeza que carcome la paciencia de John. Y esos tristes animales, el perro, los gatos, los periquitos, reflejan con su apatía la decadencia de sus amos. Por último está Jim, figura tutelar que desaparece antes del comienzo del relato y cuya muerte lo trastoca todo. ¿Quién era él? Nada sabremos al respecto y esta ignorancia, esta negativa a nombrar la causa del abandono de la pareja por parte del narrador le da a Jim un aura misteriosa.