He decidido contar lo que sucedió después del invierno de 1852 porque, por segunda vez en menos de setenta años, nuestro pueblo acaba de perder a todos sus hombres, sin excepción. El último murió el día del Armisticio, el once de noviembre pasado.
Para nosotras las mujeres no hay victoria sino vacío, y sumo mis lágrimas a las de todas las mujeres, alemanas o francesas, que deambulan por sus casas sin hombres. Lloro por esos brazos perdidos, hechos para abrazarnos y para derribar a las ovejas en el esquileo. Lloro sus manos segadas, hechas para acariciarnos y sostener la guadaña durante horas. Tenía dieciséis años en 1851, treinta y cinco en 1870 y ochenta y cuatro hoy. En cada ocasión, la República nos ha arrancado a nuestros hombres como se siega el trigo. Era un trabajo limpio. Pero nuestros vientres ?nuestra tierra, la tierra de las mujeres?, no dieron más cosechas. De tanto segar hombres, la semilla nos faltó.
La historia que cuento hoy, al final de mi vida, se desarrolló en provenzal. En aquella época no teníamos otra lengua distinta de esa, heredada de nuestros padres. El idioma provenzal ?el patois (o jerga), dicen los que escupen? es mi lengua materna y la admiro por su resistencia. Sin embargo, he decidido escribir nuestra historia en francés para que aquello de lo que doy testimonio se propague más allá de nuestra región, y porque amo también esta segunda lengua. La aprendí, la adopté como se adopta una patria, la enseñé. Es la de esta República por la que dieron su vida sin motivo nuestros hombres, y nosotras perdimos nuestras vidas de mujer.