Esta colección de relatos es fruto de una meditación sobre el pensamiento y la vida del pueblo coreano. Entre sus personajes hay cantores que deambulan incansablemente de sitio en sitio buscando el canto vivo de sus habitantes y la tierra que acoja sus restos después de la muerte. Los coreanos, desde tiempos remotos, viven cantando y se llaman y comunican con melodías. Las montañas, los sembrados, los mares y los ríos reciben sus cantos como plegarias y ofrendas. El canto está estrechamente vinculado al lugar de nacimiento. Fuera de él, el peregrino, cuando canta, añora su familia y su pueblo de origen.
El eje de la obra es la historia de una mujer cegada de niña por su padre, un juglar que, obedeciendo a una creencia popular, piensa que de esa manera todas las facultades se concentrarán en la voz y el oído de la niña. El tiempo demuestra lo cierto de esta creencia. Ella, con su bello y dramático canto, hace volar una montaña como a una garza, vuelve a la vida las olas en el terreno seco que antes había sido el lecho del mar, y reanima la imaginación entera de un pueblo. La voz y la visión sin los órganos de la vista se convierten así para el autor en metáfora que revela la frágil belleza de la existencia humana.