Gretel, la protagonista treintañera de esta fascinante y a ratos perturbadora novela, se reúne con su madre, Sarah, que ahora sufre de alzhéimer, dieciséis años después de que ésta la abandonara. Gretel es lexicógrafa y se gana la vida actualizando entradas de diccionarios, así que sabe bien que las palabras no son inmutables: tampoco lo son los recuerdos ni la vida que se ha construido sobre ellos. Hasta el momento, Sarah ha sido para su hija «como un fantasma sentado a su mesa que devora toda la comida», pero cuando, después de una incansable búsqueda, por fin tiene la oportunidad de formular las preguntas que la atenazan desde que era una adolescente, la memoria de su madre ya no es una línea recta, sino sólo una confusa serie de círculos deflectores que se trazan para luego desdibujarse. Antes de la separación, madre e hija vivieron juntas en una casa flotante en los canales de Oxford, un entorno de aislamiento salvaje, plagado de supersticiones y de gente a la que no le gusta estar en tierra firme mucho tiempo. Un escurridizo territorio remiso a la ley y a la geografía donde viven libres y soberanas, pero acechadas por el Bonak, una criatura mítica.