En nuestra circulación por la virtualidad, examinamos constantemente el estatuto del cuerpo real y simbólico: observamos al otro, y al mismo tiempo somos mirados desde las pantallas. Administramos nuestra propia imagen, decidimos su retórica compositiva, incorporamos y excluimos algunos elementos de la escena que proyectamos. En nuestros encuentros virtuales, cualquiera sea el espacio disponible, producimos efímeramente nuestra subjetividad a través de un conjunto de operaciones espaciales: buscamos una perspectiva equilibrada donde la entrada de luz sea apropiada para nuestro rostro; movemos algunos objetos de posición para que el recinto que elegimos luzca agradable y exprese la información necesaria. Es en este sentido que nos preguntamos sobre la posibilidad de estrategias creativas que intervienen lúdica y críticamente las dinámicas de la conectividad, es decir, ¿cómo hemos apropiado las funciones y limitaciones que las interfaces y los dispositivos nos ofrecen en el contexto del aislamiento social debido a la pandemia?, ¿de qué modo la tecnología moldea y condiciona ese entre-lugar que oscila entre lo privado y lo público?
Pensar el contexto digital vendría a suponer también trazar algunos cuestionamientos sobre el problema de la memoria y el soporte. Si bien la imagen digital supone tradicionalmente la pérdida de la huella indicial, podemos reflexionar sobre la metodología de Alejandra Hernández (Bogotá, 1989) cuyos gestos proponen lo contrario cuando inmovilizan la volatilidad de la imagen virtual al reproducirla análogamente con lápices de color sobre papel. Esta acción, que consiste en dibujar retratos mediados por la interfaz digital, además de apuntar a la relación entre la copia y el original respecto a la producción y la exhibición de las imágenes desde el espacio del Internet, nos conduce a la idea de Boris Groys para quien la copia deviene un nuevo original que permite otra forma de recepción.